Historia de España. No la asignatura de instituto que a tantos nos gustaba, y a otros les lastraba hasta la saciedad. El waterpolo femenino español es historia. Y no lo digo yo, lo dice el palmarés. Una selección que lleva más de catorce años —los que lleva «Miki» Oca al cargo del combinado nacional—subiéndose a podios europeos, mundiales y olímpicos. Una selección que ha elegido París como escenario para coronarse como campeonas olímpicas. Laura Ester, Pili Peña, Maica García y Anni Espar —las leyendas vivientes de la selección— ya tienen su ansiada presea dorada, después de dos platas (Londres ’12 y Tokio ’20) que ya saben a gloria.

Aunque no lo viví, este grupo me recuerda especialmente al del waterpolo masculino de los años 90. Ese de los 42 segundos en las piscinas Bernat Picornell, ese de las fiestas y el descontrol, de los tiros al larguero, de Jesús Rollán, de Manel Estiarte, de «Chiqui» Sans, de «Chava» Gómez o de un aún desconocido Pedro García Aguado. Un grupo que tuvo que superar toda clase de dificultades, y al que el éxito no le llegó a la primera de cambio. Es más, tuvieron que perder la final más dura de la historia del waterpolo, en Barcelona, para poder ganar la siguiente, en Atlanta. Es un poco lo que le ha pasado a este grupo, ya marcado por la historia para siempre.

La selección femenina tuvo que esperar tres años para conocer el oro mundialista, y catorce para conocer el olímpico. Muchas jugadoras, como Mati Ortiz —que lloraba junto a otro waterpolista, Dani Ballart, en la cabina de retransmisión de RTVE— se quedaron por el camino, y no conocieron el néctar prohibido de un oro que se acercaba, pero que, por casualidades del destino, nunca llegaba. Tuvo que ser después de que Judith Forca, Martina Terré y Maica García se iluminaran en una semifinal que, de nuevo, se me asemeja a la de Atlanta ’96. Aquella fue contra la Hungría de Tibor Benedek, y no llegó a los penaltis; esta fue contra Países Bajos y se decidió gracias a una pena máxima de una Maica García que ve cómo llega su relevo generacional en la boya: Paula Leitón.

Una Paula Leitón que debutó con 15 años, en el mundial de Kazán de 2015, y que fue la olímpica más joven de la delegación española en los JJOO de Río. Fue, para postre, plata en Tokio. Esta jugadora, de 24 años y 1’90 de estatura, es el futuro de la selección española de waterpolo. Aún así, Paula Leitón ha sido objeto de críticas por su complexión física en redes sociales. Unas críticas para las que ha tenido la mejor de las respuestas. Le <<resbala>> lo que le digan de su cuerpo, pero es consciente del daño que puede generar en jóvenes waterpolistas, como lo fue ella en Río de Janeiro.

Y que, para más señas, fue la propia Paula quien abrió la lata contra Australia en una final, que de nuevo, se recuerda a la de los Juegos de 1996. Aquella, contra una Croacia que no era, ni de lejos, la Hungría de Benedek, tuvo dos grandes nombres propios: Manel Estiarte y Jesús Rollán. En este caso, la final contra Australia en La Défense tuvo otras dos grandes protagonistas: Bea Ortiz en el aspecto goleador, y Martina Terré en la portería. Una Martina Terré que, con 21 años, se vistió de Jesús Rollán —para muchos, el mejor portero de la historia del waterpolo— y sacó 15 balones fuera de los palos. Una Martina que admite que la convivencia con Laura Ester, quien fuera hasta hace dos años la titular en el combinado nacional, es lo que le ha hecho mejorar. Humildad, trabajo, y ese grito al cielo que tanto me recordó al malogrado portero madrileño.

La selección española femenina de waterpolo celebra su medalla de oro olímpica de París 2024 (Photo by Deepbluemedia/Mondadori Portfolio via Getty Images)

Mira si la final se pareció a la de Atlanta, que ambas terminaron con una diferencia de dos goles. Pero basta ya de comparar éxitos. Nuestras jugadoras tienen un oro olímpico, el primer oro olímpico en deportes de equipo femeninos desde que Eli Maragall, Mari Carmen Barea y compañía subieran a lo más alto del podio del hockey hierba en los juegos de Barcelona. Aunque el foco mediático estuviera puesto en el fútbol —no era para menos—, y contando que el equipo de 3×3 nos hizo soñar, ha sido el waterpolo quien, de nuevo, vuelve para dar una medalla más. Un waterpolo que, de los grandes infravalorados de este país, es el mejor de todos los deportes.

¿Cómo es posible que no conozcamos el talento puro que tiene este país en las piscinas? ¿Cómo es posible que desconozcamos el nombre de estas jugadoras, sus trayectorias, sus hazañas? Pero estas preguntas son aplicables, también, a la selección masculina. Sinceramente, ¿quién en este país ha conocido a Sergi Pedrerol? ¿O conoce ahora a Bernat Sanahuja? ¿O a Álvaro Granados? La respuesta se la dije el otro día a un conocido: <<Los cuatro frikis a los que nos gusta esto>>. Y es triste. Es triste porque nosotros mismos —los españoles— nos vanagloriamos de ser los mejores. ¿Pero cuánta gente puede saber que España no dejó las finales continentales entre 1991 y 2001 en el masculino? ¿O que entre mundiales, europeos y Juegos la selección femenina tiene 4 oros, 3 platas y tan solo un bronce? Vuelvo a lo que le dije a mi conocido.

A este país le falta mucho por aprender en lo deportivo. En lo relativo a cuidar el deporte, a mimar a los deportistas como están empezando a hacer los países de nuestro alrededor —Italia, sin ir más lejos— y tratarlos como se merecen. Con una estructura deportiva a la altura, con unas federaciones a la altura, y, lo más difícil, pero, a la postre, lo más importante, una cobertura mediática que reciban de manera más constante, y no tan solo cada cuatro años. El waterpolo de este país, por palmarés, por historia, y por ser la tierra del mejor jugador de la historia de este deporte, se merece ese trato mediático. Mientras tanto, nuestros jugadores y nuestras jugadoras, se dedican a hacer historia.