Hace un par de días vi Barbie. Previamente ya había ojeado varios textos, cada uno relacionado con un tema completamente distinto al anterior y al siguiente, y me di cuenta, además del impacto que la crítica blanqueadora de Mattel está teniendo, de que muchos de los mensajes que emite son transversales. Reflexiones filosófico-sociales que se amoldan a cualquier escenario (incluso el deportivo). Una especie de caverna de Platón neocontemporánea. Aun así, pese al protagonismo de Barbie, Ken se atreve a pronunciar uno de los pilares del film: “Todo el mundo relaciona a Ken con Barbie, ¿qué sería de Ken sin ella?”.
La mitad del cine experimentó entonces su propia crisis existencial al escuchar esto de boca de Ryan Gosling – cada uno sabrá el porqué-. Esa misma sensación es probablemente la que el ecosistema del fútbol español ha sentido cuando David Silva acalló, una mañana como otra cualquiera, el rumor de su retirada para confirmarla; sin nocturnidad, pero con alevosía. El mago de Arguineguín había mostrado ya su último truco sin que pudiéramos ni siquiera intuirlo.
Si Barbie cambió la manera de jugar de muchas niñas en el pasado, David Silva ha sido el modelo a seguir de muchos otros en el siglo XXI, fuera y dentro del campo. En ausencia de un branding tan despampanante, una melena rubio platino y unos ojos azul penetrante, su juego, su clase, su dominancia silenciosa son los elementos de su marca registrada. El estereotipo de mediapunta en España, de ilusionista entre líneas, cree en la numerología, y sigue los dictámenes del ‘21’.
Es por eso que, la onda de dudas vitales cuyo epicentro he situado en Ken, probablemente, alcanzó su más alta frecuencia al atravesar el alma futbolística de otros magos con varita. Por ejemplo, en la zona de tres cuartos del Benito Villamarín, en plena portabilidad entre dos inquilinos afectados. “¿Qué sería de Canales, o de Isco sin David Silva?”.
Por accidente de la casualidad, un año después del comienzo del periplo británico de Silva, el cántabro aterrizaba en Valencia siguiendo la aún presente estela del canario, y en proceso de desintoxicación de la capital. Por contra, un Isco en ascenso regresaba a casa, a Málaga, tratando de emanciparse de su sombra y con un futuro brillante por llegar. Una realidad de ‘Yo a Londres y tú a California’ que se ha invertido este verano: cuando el presente cercano de Isco es cuestión de fe, mientras que un Canales con dejes aventureros delega la realidad del Betis más competitivo en lustros. Mientras, una figura risueña observa desde el recuerdo y el presente: la de Manuel Pellegrini. Siempre de la mano de cualquiera de estos tres magos.
Pero, más allá de relaciones trileras, la mentoría de David Silva es su legado más valioso. Nunca quiso dar un paso más fuerte que el anterior, ni provocar mayores estruendos que sus ovaciones, ni elaborar un discurso propio sobre el campo; simplemente buscar un equilibrio entre la exquisitez y la delicadeza.
La acepción que más acierta en definir la posición de David Silva es la de mago. Pese al peso de las etiquetas, mediapunta es un concepto amplio en el significado, y muy contraído en las formas. De carácter maleable y cumplidor, su tacto con el balón, su trascendencia inmaculada, el orden que transpira, la repetición de esfuerzos; rasgos que lo han definido desde sus principios, en los que ha trascendido su rol inicial para crear su propio estilo de centrocampista. Una empresa matriz que ha franquiciado un modelo mediante el cual se han tallado futbolistas en la última década, pero no el talento. Porque hablar de David Silva lleva consigo la evolución, de la posición, y la suya propia. Saber mutar sus funciones al servicio del colectivo, con cada vez mayor ‘sentido del fútbol’, huyendo de la jaula de ser especialista para abrazar una visión más amplia. Tener la humildad para ser moldeado por Guardiola, y la grandeza suficiente para convertir ese pase táctico en una asistencia de mejora en el molde que ya había instaurado.
Su carrera le da la razón a Ken: hay elementos unidos por naturaleza a la dependencia de otros. Ser el cómplice de Iniesta y Xavi; el camarero de la euforia del Kun Agüero; el elefante en la habitación para el City de Guardiola; el padrino y artífice de una nueva Real de Champions. Un juicio injusto para le canario. Un mal acuñado ‘secundario’ de una generación irrepetible, que la bruma del recuerdo mitificará, pero también logrará centrar en la escena. Porque no siempre la inteligencia pública lleva razón, y habría que pensar «¿Qué sería de la España del triplete, del mediapunta moderno, de los magos del balón sin David Silva?». Un legado final que sus ligamentos han cercenado con frialdad. Quizá el más cruel y engañoso espejismo que haya diseñado en toda su trayectoria.

